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Constituciones vs presidentes, una historia de 200 años

La ley fue inventada y está destinada para dar y para quitar. Su función principal es la de otorgar derechos al mismo tiempo que la de imponer obligaciones. Vemos esto en algunos ejemplos de la vida cotidiana donde, hasta los más incómodos de los códigos nos confieren derechos y hasta la más dulce de las leyes nos carga de obligaciones.

Así, la ley fiscal nos impone la cantidad que debemos pagar para contribuir con los gastos públicos. Pero ella misma impide que el gobierno se sirva con una cuchara más grande que lo establecido por esa misma ley, como sucedía en la antigüedad en la que el gobernante podía cobrarse con lo que le viniera en gana.

Lo mismo sucede con la ley penal, que establece las penas por los delitos cometidos, pero al mismo tiempo impide los castigos para los que nada malo hicieron, mientras que en la antigüedad el gobernante castigaba a su puro antojo y capricho.

Y así hasta la modesta norma vial. El semáforo en ocasiones nos invita a pasar y detiene a los demás para que nosotros pasemos cómodos y seguros mientras que, en otros momentos, nos impide el paso, so pena de castigo.

Con mayor razón, eso sucede con la Constitución Política, que es la norma regulatoria del poder o la regulación normativa del poder. Es decir, es la conjunción de la norma jurídica con el poder político, conjunción que en ocasiones es tersa y amable mientras que en otras es áspera y brusca.

Como todas las leyes, la constitución da y quita. Está formada por muchos espacios básicos. Uno de ellos se encuentra compuesto por la organización del Estado y los poderes del gobierno. Establece todas las potestades fundamentales que los gobernantes tienen sobre los gobernados. Ésta es la parte que más le gusta a la autoridad porque mucho le da. Los abogados la llamamos “parte orgánica constitucional” y el regalo que le otorga al gobernante se llama potestad.

El otro espacio se encuentra compuesto por los derechos intocables de los individuos. Establece las garantías constitucionales que los gobernados tenemos frente al gobernante. Ésta es la parte que menos le gusta a la autoridad porque mucho le quita. Los abogados la llamamos “parte dogmática constitucional” y el regalo que le otorga al gobernado se llama libertad.

Esta dicotomía es transitoria y perentoria. Los mismos individuos son, han sido y serán gobernados independientemente de que en un momento sean también gobernantes. En las democracias los gobernantes son transitorios. Más transitorios mientras mejor esté fincada la democracia.

En las democracias los únicos permanentes somos los ciudadanos. Solamente nosotros permanecemos más allá de los sexenios. Para decirles a los que siguen lo que sus antecesores hicieron de bueno o de malo con la encomienda que les encargaron. Por eso, los verdugos de ayer son los ejecutados de hoy. Y los acusadores de hoy serán los acusados de mañana.

Por eso, ha dicho Ricardo Sodi que, cuando nos invaden las consignas y el poder amaga a la libertad, es obligatorio que los libres se defiendan.

Desde tiempo muy remoto los gobernantes han tenido que atenerse a las constituciones, con todo lo bueno y con todo lo malo que eso les ha acarreado. Eso ha sucedido desde que existieron los antecedentes genéticos de las actuales constituciones.

A título de ejemplo menciono la llamada Carta Magna, que se adoptó en Inglaterra hace 800 años. Este ordenamiento es el abuelo de las actuales constituciones y destaca por haber introducido limitaciones al entonces monarca absoluto.

Pero fue hasta 1787 que en los Estados Unidos de América se expidió la primera constitución moderna y el régimen de gobierno presidencialista. Fue con este ensamble de constitucionalismo y presidencialismo que se inicia una historia que ya lleva más de dos siglos de un forcejeo entre las constituciones y los presidentes. Una batalla de las potestades en contra de las libertades.

Con base en estos modelos, que al día de hoy han seguido 4 de cada 5 países del mundo, algunos sistemas establecen mayores o menores espacios de maniobra tanto para los gobernados como para los gobernantes. Al no existir dos constituciones idénticas podemos decir que no existen ni dos gobiernos ni dos sociedades idénticas.

Durante mi insignificante y ya lejano paso como abogado del gobierno atendí a dos presidentes cuya profesión no era la abogacía. En varias ocasiones vi que les molestaron las leyes que les impedían realizar acciones nobles para la nación, pero prohibidas por la Constitución. Y sobre todo se incomodaron cuando los abogados les tachábamos lo que ellos no podían hacer, aun siendo tan súper poderosos.

Debo reconocer que siempre sometieron su presidencial antojo ante el imperio de la ley y que siempre se tragaron la repugnante medicina que nosotros sus abogados les recetamos para cuidar su juramento de respetar la Constitución.

México es uno de los modelos más paradójicos que existen por sus contradicciones intrínsecas y, por ello mismo, es uno de los sistemas que presenta con mayor frecuencia el conflicto legal y factual entre el constitucionalismo y el presidencialismo. En ese sentido, somos afortunados en ver de cerca lo que sucede en un país tan interesante y no en un país aburrido donde no pasa nada y la vida transcurre en plena armonía entre sus leyes y sus gobiernos.

Nuestro sistema constitucional dota de más garantías a los mexicanos de las que pudieran soñar un estadunidense, un inglés o un francés. Pero, a su vez, nuestro sistema presidencial dota de más poderes a nuestros presidentes de los que pudieran tener Joseph Biden, Emmanuel Macron o Carlos III.

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Efectivamente, durante 110 años, la Presidencia de la República fue el mayor depósito de poder político mexicano. Desde 1880 hasta 1910 y desde 1917 hasta 1997, no hubo institución ni grupo ni persona que le disputara ni un centésimo de su majestad. Pero, desde entonces, ha decaído y hoy es impredecible su futuro.

Tuvo las más amplias facultades, muchas de ellas aún intactas. Jefe de Estado, jefe de gobierno, jerarca de las Fuerzas Armadas, rector de la política exterior, líder de partido, regente congresional y comando de justicia.

Por si fuera poco lo anterior, desempeñó muchos roles, de los buenos y de los malos. Entre sus facetas bienechoras, se convirtió en comedor de pobres, hospital de gracia, empleador generoso, escuela gratuita, maestro de obras, gendarmería de estabilidad, predicador de tierras prometidas, psiquiatra de pesadillas, abogado de causas perdidas y socorro de desamparados.

De entre lo no tan bueno, resultó ser expendio de concesiones, casa de empeño, síndico de quiebras, ambulancia de rescate bancario, sastrería de remiendos sociales, talachería de reparaciones políticas, vulcanizadora de desencuentros sociales, plomería de ductos de influencia, bazar de paraestatales y casino de millonarios suertudos. Todo lo anterior, siempre bajo la disciplina de actuar con la boca cerrada, con la vista gorda y con la bolsa abierta.

Pero, el péndulo del poder inició su regreso y surgieron voces que demandaron su acotamiento y han logrado su depresión, hasta abollar la corona de este reino.

Lo primero, es que llegaron los tiempos de mayor orden constitucional y de mayor sometimiento al poder de la ley. Lo segundo, que se propició un mejor equilibrio de poderes, tanto en la triada Ejecutivo-Legislativo-Judicial, como en la triada Federación-Estados-Municipios. Lo tercero, la autonomización de poderes y de sistemas, a veces llevada hasta los terrenos de lo insensato. Lo cuarto, la pluripartidización del poder, hasta casi atomizarlo.

Lo quinto, la mayor libertad de los medios de comunicación como factores de información y de opinión. Lo sexto, la emergencia de las organizaciones ciudadanas, sin límite de tema. Lo séptimo, la aparición de las redes sociales, como innovación de la tecnología. Lo octavo, la vigorización de los poderes alternativos, principalmente el capital, la academia, el sindicato, la religión y el cartel. Lo noveno, la globalización con la consecuente injerencia recíproca de los soberanos.

Lo décimo, la elección presidencial con gran proporción de sufragistas en contra. Lo décimo primero, la oposición congresional casi permanente. Lo décimo segundo, la corrupción, que disputa y arrebata los poderes institucionales. Lo décimo tercero, la alternancia presidencial que hoy hace ver menor a su titular. Lo décimo cuarto, la mayor conciencia ciudadana de la brevedad temporal del mandato presidencial. Lo décimo quinto, la encuesta calificadora. Lo décimo sexto, el voto electoral convertido en voto de castigo.         

Hoy en día, muchos proponen un rediseño para la nivelación de los poderes mexicanos. Podríamos llamarlo un estilo minimalista, que consiste en reducir la fuerza presidencial, para igualarla a la debilidad de los otros poderes. Creo que es equivocado, porque estoy convencido de que el camino más conveniente para México es fortalecer a los otros poderes y no debilitar a todos. Una casa hipotecada no se salva quemándola, así como una presidencia imperial y abusiva no se corrige con un parlamentarismo guango y baboso.

Porque, en palabras simples, los motivos y propósitos de la dotación de poder no son estéticos ni éticos, sino cinéticos. Es decir, no debe hacerse para que el Estado se vea mejor ni para que sea mejor, sino para que funcione mejor.

Los paradigmas históricos del poder político los valoro en cuanto a tres factores: su duración prolongada, su alcance sin límites y su influencia sobre el futuro. Por eso, no tengo duda en señalar como paradigmas mexicanos a Porfirio Díaz en lo individual y al PRI en lo colectivo. Duraron, alcanzaron e influyeron.

Así como la muestra colectiva mundial fue Roma con sus mil años de poder y sus casi 3,000 de influencia o como el modelo individual lo disputarían Tiberio El Divino, Trajano El Ejemplar y Adriano El Enigmático. Roma y los Césares duraron, alcanzaron e influyeron.

A Roma y a Díaz los acabaron la inestabilidad política, la corrupción desbocada, la polarización social, la ineficacia estructural y la pérdida de ideas políticas. Taylor Caldwell diría que las coincidencias son meras casualidades. Pero, eso ha acabado a todos los imperios y a todos los emperadores. 

No sé si la historia y el destino sean lineales e irrepetibles o, por el contrario, sean circulares y recurrentes. Yo no soy gobernante y, por lo tanto, no estoy obligado a saberlo. Pero espero que los obligados sí lo sepan con precisión cronométrica y con exactitud quirúrgica.

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Por otra parte, la profusión garantista de la Constitución Mexicana la hace el orden constitucional con mayor amplitud de las garantías expresamente consagradas en el texto supremo.

Además de las garantías expresas, éstas son adicionadas por otro tipo de garantías. Entre ellas mencionaría a las garantías complementarias, considerando como estas a aquellas que el juzgador de constitucionalidad ha agregado como dispositivo constitucional, a través de la interpretación y la resolución constitucional, aunque el Poder Constituyente no las haya incluido en el texto normativo.

En ese mismo tenor aparece un tercer grupo de garantías. Las he llamado garantías adicionales. Al igual que las complementarias no fueron incluidas por el Constituyente, pero en este caso fueron incorporadas por el legislador ordinario. Es así que en muchos ordenamientos tanto federales como locales se ha incorporado un buen caudal garantista que ha venido a complementar el contenido en la Constitución Política.

El cuarto grupo es el de las garantías condicionales. Son éstas las que han requerido de una adecuación normativa y de una implementación funcional a efecto de propiciar sus condiciones reales de aplicación, bajo el entendido de que sin esos satisfactores podrían haber quedado reducidas, para siempre, a la más clara condición de letra muerta.

Un quinto grupo de garantías, donde el panorama ya no es tan grato ni tan generoso, son las que pudiéramos llamar imaginarias.  Son éstas las que creemos que existen y que en realidad no es así. Conviven con nosotros como fantasmas, como cuentos o como duendes, pero que en realidad no existen.

Como sexto grupo aparecen las garantías ilusorias. Éstas si las encontramos en el texto de la Constitución. Son expresas, pero no se aplican. Pero no por maldad ni por desvío, perversidad o abuso de ninguna autoridad. No se aplican porque el sistema, en su conjunto, no está diseñado para que se apliquen. Su inaplicación no es la culpa individual de un agente abusivo, arbitrario o conculcador de las garantías constitucionales sino de una imposibilidad en el diseño de su aplicación.

El séptimo grupo sería las garantías escalonadas que son aquellas, como la mayor parte de las de la reciente reforma constitucional penal, cuya aplicación depende de que se expida la legislación secundaria ordinaria.

El octavo y último grupo de garantías individuales son las garantías que podríamos llamar ideales. Aquellas hacia dónde queremos llegar un día y gozar de su existencia y protección.